Caudal

Anoche me invadió el desierto de las quebradas, un violín desafinado que vuelve a mi memoria cada tanto, como un hueco abierto por el esternón, la huida de algo que no pudo ser, pero que encontró en la voz dulce que lo acompañaba la mejor palabra para una despedida. Las sombras se avienen cuando los ojos se rescatan en un brinco ajeno, de cabrita, de agenda de diarios viejos, de poemas y pinturas que ya nadie puede leer. No es un extrañamiento cualquiera, parece reunir todos los duelos posibles, y las respuestas no se hallan en las preguntas, todo es soledad. Los ojos de agua son puro caudal en la lejanía. Por un instante el sobrevuelo de los chimangos se me hace nítido, son muchos, y están allí o están acá. En las araucarias de la plaza de aluminé, en el volcán de los sueños expulsando sus antiguas cenizas, en la ventana de mi infancia, en los cables de teléfono rotos, en el pucará de tilcara, en el centro de la ronda de iruya, y ahora en la puerta de mi casa cada tarde. Van hacia el lugar del que ya no podré volver y por eso muchas veces casi ni me asomo,  me sorprendo paleando la arcilla, cocinando o comprando sin apenas percibir la dimensión que me muestran, cotidianamente, sé que es un tiempo medido, casi una tregua a destiempo, esto que llaman saltar al vacío sin dudar, son penumbritas nomás, después encuentro algún caracol hambriento que deja sus humedades en los restos que consumo, y entonces vuelvo a ver el mismo hueco erosionado  que ya no reverdece, por más que atisbe a enternecer con un nuevo nacimiento.

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